¿Qué hacemos con las expectativas?
“Qué bonita película, seguro que te encanta, tienes que verla...”
“... pues vaya, no es lo que esperaba, no es para tanto, tal vez sea que hoy tengo mal día y mi mente está atascada”.
Esta situación, habitual en nuestras conversaciones, es un ejemplo del efecto de las expectativas, muy personales, en la percepción de la satisfacción.
La ecuación que propone la satisfacción como el resultado de dividir respuesta por expectativas, no tiene un carácter lineal, especialmente porque las expectativas y el juicio de valoración no son independientes. Si un juicio de satisfacción supone un cambio importante sobre la expectativa previa, podemos reconocer que lo que obtenemos es diferente de lo esperado (mejor o peor), o simplemente adaptar el juicio a la expectativa.
Imaginemos la mesa de un restaurante en la que se pide una botella de buen vino, de precio elevado. Imaginemos también que ante este vino, la persona que invita a la comida y que lo ha seleccionado, comenta su sabor. La probabilidad de que el juicio desmienta la expectativa es francamente escasa.
Algo similar puede suceder cuando las expectativas son bajas, cuando no esperamos prácticamente nada. A veces, por casualidad, encontramos sin referencias previas, un pequeño bar con encanto, una buena película o un libro maravilloso. En estos casos es necesario hacer un esfuerzo de valoración, para darnos cuenta que aquello que tenemos delante es realmente valioso.
Pensemos también en un producto o servicio nuevo, sobre el que no tenemos una expectativa definida.
Vistas estas situaciones desde la barrera de la gestión de la satisfacción, parece claro que es necesario una sutil gestión de las expectativas, hasta donde esta gestión es posible.
Para ello necesitamos conocerlas. Tarea obvia y compleja, dado que no son siempre muy conscientes ni pueden ser fácilmente explicitables. Si es difícil preguntar a posteriori “¿Cuál es su grado de satisfacción?” mucho más difícil es proponer antes “¿Qué espera recibir?”.
A partir de su conocimiento surge una pregunta importante ¿qué es mejor?,
- ¿elevar las expectativas de los clientes para conseguir contratos, aunque no esté asegurada la satisfacción?
- ¿o reducirlas, asegurando la satisfacción de los clientes –pocos o muchos- que decidan contratarnos?.
Recuerdo una frase anunciadora de un restaurante, extraída de un libro de Tom Peters. En mi recuerdo, esta frase decía algo así como “Este es un sitio normal, nuestro servicio es correcto pero no especial, nuestra comida se basa en buenos productos pero no pretendemos ser los mejores cocineros, si decide entrar no espere encontrar ...”Aquello era más una amenaza que una recomendación, y es posible que nunca haya existido fuera de las páginas de un libro, pero parecía un buen intento de entender las complejas claves por las que definimos nuestras expectativas.
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