jueves, abril 16, 2020

Carta al futuro


Para el proyecto “Tu cápsula del tiempo”

Hola, personas del año 2070

Os envío mis deseos desde el 2020 en unos momentos especiales de aislamiento, provocado por un pequeño enemigo microscópico, ¡quién iba a imaginar! Si no hemos sido capaces de adelantar esto, mucho menos elucubrar sobre lo que será el mundo dentro de 50 años, por lo que esta carta es únicamente una lista de deseos, con la ingenuidad infantil de una carta navideña.

Espero y deseo que vuestro mundo futuro sea un espacio tranquilo, libre de temores y que hayáis resuelto la mayor parte de los retos globales que ahora se nos presentan: medio ambiente, pobreza, igualdad, seguridad, transparencia, democracia, etc. Soy consciente de que va a ser una tarea ardua y que, como con las cartas navideñas, no llegue todo lo solicitado. En todo caso, será buena señal si hemos mejorado en varios de éstos aspectos y no han aparecido otros nubarrones en el cielo.

Dado que esta carta va a dormir 50 años debajo de barricas con vino elaborado con viñas de la zona, espero también que se mantenga viva la tradición de disfrutar de lo que nos ofrece nuestro entorno de proximidad, alimentos, tradiciones, costumbres, músicas, modos de disfrutar, etc. Volviendo la mirada hacia atrás (por ejemplo otros 50 años) el mundo entonces era un mosaico diverso de lenguas y culturas, que la globalización de estos últimos años ha difuminado.

Brindo ahora vosotros, hombres y mujeres del futuro, y por vuestro brindis con buen vino de Rioja.

viernes, abril 03, 2020

Pantallas en la cuarentena

Un amigo, al que supero en edad por varias décadas, me preguntó hace ya unas semanas por lo que había cambiado en mi vida desde que tengo recuerdo. Pregunta inocente que se convierte en obsesión divertida, más ahora cuando nos vemos obligados a parar.

Nací en Bilbao el año 1955, en una familia “acomodada”. Una época, para mi, tranquila, con muchas rutinas. Con el inicio del curso empezaban las lluvias, luego Navidad sin Olentzero ni Santa Claus, la cena de Nochevieja con sus petardos y con aquel familiar lejano al que no veíamos el resto del año. Después vuelta a clase, Semana Santa, fin de curso, hoguera de San Juan, vacaciones, playa, … y vuelta a empezar.

Da vértigo pensar que, unos pocos años antes, nuestros familiares habían vivido una guerra y una postguerra de la que se hablaba poco. Mi padre y mi suegro, en bandos diferentes, contaban ambos anécdotas curiosas; imagino que, en el recuerdo del horror vivido, preferían ahorrárnoslo.

Mi mundo infantil era pequeño, unas cuantas calles del centro de Bilbao, más allá de las cuales empezaba lo desconocido. Recuerdo los temores provocados por la visita de una familia guineana, piel negra como el carbón. O los horrores ante un embarazo de soltera. O la desconfianza ante quién venía del más allá “estos son de Recalde, ¡seguro que serán unos quinquis!”.

Aquel mundo fue creciendo poco a poco, entre otros motivos por un cambio aparentemente intrascendente que se produjo en mi vida: un objeto de madera, con cara de cristal y altavoces. “Es para que se entretenga el abuelo, tú hijo estudia y lee, que esto distrae mucho” me dijo mi padre muy serio.

Fue la única pantalla durante varios años, hasta que llegó la segunda: un ordenador (3.000 euros de 1986) con el que se podía escribir (borrar y corregir sin dejar rastro, ¡magia!) y hacer cálculos. Faltaban todavía unos años para que las nubes fuesen algo más que un anuncio de lluvia y los teléfonos perdieran el cable que los amarraba a la pared.

En aquella época participé en un estudio en el que preguntábamos a empresarios y profesionales cuestiones cómo “¿utilizaría un sistema que, a través de ordenadores conectados, le permitiera enviar cartas, realizar gestiones con su banco, gestionar pedidos, etc.?” A partir de las respuestas calculamos un número de posibles usuarios, número que provocó hilaridad en la reunión de presentación de resultados. El futuro era casi imposible de imaginar.

Unos pocos años después contesté a las preguntas de otro estudio sobre la posibilidad de utilizar teléfonos sin cable. Recuerdo, con cierto sonrojo profesional, mis escépticas respuestas y mi incapacidad de adelantar el futuro que nos llegaba.

Las pantallas múltiples finalmente invadieron nuestras vidas generando una doble sensación de utilidad y de exceso, sensaciones ambas que se hacen ahora más evidentes con la cuarentena. Gracias a las pantallas estamos conectados y con ello se nos hace un poco más liviano el aislamiento. Gracias a las pantallas podemos, en muchos casos, seguir trabajando desde nuestras casas. Gracias a las pantallas tenemos información de lo que está sucediendo, aunque sea muy difícil discriminar la fiabilidad de las fuentes.

Un atracón digital, difícil de digerir. Ahora más que nunca vuelve a mi recuerdo el aviso de mi padre: “esto distrae mucho”. Se me ocurre que podríamos hacer cuarentena digital, una vez acabe esto.

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